Me retorcía las manos bajo mi oscuro velo.
—¿Por qué estás pálida, qué te intranquiliza?
—Porque hice de mi amado un borracho
con una recóndita tristeza.
Nunca lo olvidaré. Salió tambaleándose:
su boca torcida, desolada...
Corrí por las escaleras, sin tocar los barandales
tras él, hasta la puerta.
Y le grité, conmocionada: —Todo lo decía
en broma, no me dejes, o moriré de pena.
Me sonrió, terriblemente despacio
y exclamó: —¿Por qué no te quitas de la lluvia?
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