martes, 30 de septiembre de 2008

"En cambio, conocí, ejemplo inmortal, a una chica de trece o catorce años que se ofreció para disponer por nombres de autores varios centenares de libros que acababan de llegar, nueva mudanza, al último domicilio que tuve en Montevideo. Ella sabia leer y escribir, recitaba de memoria el alfabeto. ¿Para qué más? Le di las gracias y le dije que se pusiera al trabajo. Unos días después me anunció que la biblioteca ya estaba ordenada. Para darle gusto fui a pasar revista, y me encontré que la letra J reunía amorosamente, tal como estarán algunos años en el Olimpo, a Joyce, Rulfo, Cocteau, Jiménez, Edwards, Le Carré, Swift, Cortázar, Borges, etcétera.

No pude molestarme, sólo agradecer. Porque aquella niña había hollado un terreno que los ángeles vacilan en pisar. Desenfadada, segura y orgullosa casi se tuteaba con el ancho mundo literario, usando los familiares nombres de pila en su trato con, para ella, desconocidos autores, viejos y jóvenes mandarines de las letras."

Juan Carlos Onetti, Reflexiones de un perdedor.

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