jueves, 26 de marzo de 2009

Alberto Moravia y Elsa Morante, obligados a refugiarse durante varios meses en una cabaña de pastores, no habían podido salvar más que dos libros: la Biblia y Los hermanos Karamasov. De allí un horroroso dilema: ¿Cuál de estos dos monumentos utilizar como papel higiénico? Por cruel que fuera, una eleción es una elección. Con la muerte en el alma, escogieron.

Daniel Pennac: Como una novela. Norma, 1996, Trad. Moisés Melo.

domingo, 22 de marzo de 2009

Pues a medida que nos acercamos a la muerte también nos acercamos a la tierra, y no a la tierra en general, sino a aquel pedazo, a aquel ínfimo (¡pero tan querido, tan añorado!) pedazo de tierra en que transcurrió nuestra infancia, en que tuvimos nuestros juegos y nuestra magia, la irrecuperable magia de la irrecuperable niñez. Y entonces recordamos un árbol, la cara de algún amigo, un perro, un camino polvoriento en la siesta de verano, con su rumor de cigarras, un arroyito. Cosas así. No grandes cosas sino pequeñas y modestísimas cosas, pero que en ese momento que precede a la muerte adquieren increíble magnitud, sobre todo cuando, en este país de emigrados, el hombre que va a morir sólo puede defenderse con el recuerdo, tan angustiosamente incompleto, tan transparente y poco carnal, de aquel árbol o de aquel arroyito de la infancia; que no sólo están separados por los abismos del tiempo sino por vastos océanos. Y así nos es dado ver a muchos viejos como D'Arcangelo, que casi no hablan y todo el tiempo parecen mirar a lo lejos, cuando en realidad miran hacia dentro, hacia lo más profundo de su memoria. Porque la memoria es lo que resiste al tiempo y a sus poderes de destrucción, y es algo así como la forma que la eternidad puede asumir en ese incesante tránsito. Y aunque nosotros (nuestra conciencia, nuestros sentimientos, nuestra dura experiencia) vamos cambiando con los años, y también nuestra piel y nuestras arrugas van convirtiéndose en prueba y testimonio de ese tránsito, hay algo en nosotros, allá muy dentro, allá en regiones muy oscuras, aferrado con uñas y dientes a la infancia y al pasado, a la raza y a la tierra, a la tradición y a los sueños, que parece resistir a ese trágico proceso: la memoria, la misteriosa memoria de nosotros mismos, de lo que somos y de lo que fuimos.

Ernesto Sabato: Sobre héroes y tumbas.

martes, 17 de marzo de 2009

Ricardo Reis, Álvaro de Campos y Alberto Caeiro tal vez sean las tres presencias más fuertes en esa "confederación de almas" que es Fernando Pessoa, poeta portugués, autor y anfitrión de esa palabra tan conocida ya: Heterónimo. Fue José Saramago, quien en El año de la muerte de Ricardo Reis, supo como pocos aprovechar esa fascinación de Pessoa de ser uno y "plural como el universo". La traducción, notable, de Basilio Losada:

Fernando Pessoa se levantó del sofá, paseó un poco por la salita, en el dormitorio se detuvo ante el espejo, No se ve, No, no me veo, sé que estoy mirándome, pero no me veo, No obstante, tiene sombra, Es lo único que tengo. Volvió a sentarse, cruzó las piernas, Y ahora, se va a quedar para siempre en Portugal o vuelve a casa, No lo sé aún, sólo traje lo indispensable, es posible que me decida a quedarme y abra un consultorio, a ver si me hago una clientela, también puede ocurrir que vuelva a Río, no sé, por lo pronto estoy aquí, y, en definitiva, creo que vine por su muerte, es como si, muerto usted, sólo yo pudiera llenar el espacio que ocupaba, Ningún vivo puede sustituir a un muerto, Ninguno de nosotros está verdaderamente vivo ni verdaderamente muerto, Bien dicho, con eso podría hacer usted una de sus odas. Sonrieron ambos. Ricardo Reis preguntó, Dígame, cómo supo que yo estaba alojado en este hotel, Cuando uno está muerto lo sabe todo, es una de nuestras ventajas, respondió Fernando Pessoa, Y entrar, cómo pudo entrar en mi cuarto, Como entraría cualquier otra persona, No vino por los aires, no atravesó las paredes, Qué idea tan absurda, querido amigo, eso sólo ocurre en los libros de fantasmas, los muertos se sirven de los caminos de los vivos, además no hay otros, vine por ahí fuera, desde Prazares, como cualquier mortal subí la escalera, abrí la puerta, me senté en este sofá, a esperar, Y nadie reparó en la entrada de un desconocido, porque usted aquí es un desconocido, Ésa es otra ventaja de estar muerto, nadie nos ve cuando no queremos que nos vean, Pero yo lo estoy viendo, Porque yo quiero que me vea (...)

José Saramago: El año de la muerte de Ricardo Reis, Alfaguara 1998.

viernes, 13 de marzo de 2009

6 de Marzo

El ojo de L. (Inicial de Lola, diminutivo de Ilona, esposa de Márai) no mejora; ella vive a tropezones y yo ando a tropezones a su lado. Piensa mucho en su infancia, en Kassa, incluso sueña con los que se quedaron atrás. Hoy me ha hablado de Róza, nuestra vieja criada en Buda, que era una excelente cocinera, aunque con los años fue perdiendo vista. Un día que vino a comer un invitado cosquilloso nos sirvió una ensalada en la que se escondía un gusano. Cuando L. se lo advirtió, la vieja Róza le contestó avergonzada: «Entonces tendré que irme.» Y se marchó. Medio ciega y muy mayor, se fue al asilo. Éste es el tipo de recuerdos dolorosos que conlleva la vejez.

Sándor Márai: Diarios 1984-1989, Salamandra, 2009, Trad. Eva Cserhati y A.M. Fuentes Gaviño.

domingo, 8 de marzo de 2009

La vida está obligada a cederle todo a la escritura, a cederle especialmente ese indefinible e innombrable dejarse vivir que constituye el anónimo e indiferente secreto de nuestra existencia: pasear por las calles y mirar el arco de un zaguán, perderse en el color de una tarde, dormir. Esta vida indiferente e inalcanzable, que existe más en el río de las cosas que en los sentimientos y en los pensamientos, no se reconoce en las propias palabras o en los propios libros, sino sobre todo en los libros escritos por otros o en el arpegio de una guitarra. La escritura no salva la vida, aun cuando permite que algunos de sus instantes sobrevivan en las palabras, pues la vida no puede reconocer ni encontrar en ellas su propia verdad inmediata, inexpresable y fugitiva.

Claudio Magris: Borges o la revelación que tarda, en: Ítaca y más allá.

lunes, 2 de marzo de 2009

En Dietario Voluble (Enrique Vila-Matas)

"Está extraordinariamente bien efectuada su observación sobre la ausencia que hay en mí de lo que legítimamente pueda denominarse una evolución", le escribía Pessoa a un amigo. Y basándose en lo que él mismo llamaba el fenómeno de su despersonalización instintiva terminaba diciéndole: "No evoluciono. Viajo. Voy cambiando de personalidad, voy (aquí sí que puede haber evolución) enriqueciéndome en la capacidad de crear personalidades nuevas, nuevos tipos de fingir que comprendo el mundo, o, mejor, de fingir que se puede comprenderlo".

Cualquier evolución era para Pessoa un camino en planicie, seguramente porque no se sube de un piso a otro, sino que se camina por una llanura, de un lugar a otro. Y si acaso se notan, por ejemplo, cambios y mejoras en el estilo, no es por nuestra evolución personal, sino por el envejecimiento. Éstas son cosas que puede que haya que ir a Lisboa para, de la mano de Pessoa, pensarlas.

Al final, en la Bertrand (la librería de Pessoa), compro dos libros de Darwin y, mientras los hojeo, me acuerdo de un amigo que decía que el éxito de la Teoría de la Evolución venía no de lo que allí se decía, sino de cómo se decía, es decir, de lo hábilmente escrito que estaba. Han pasado los años y sigo creyendo -no evoluciono- que mi amigo llevaba la razón. También Pessoa se la habría dado, se la dio: "Paso horas, a veces, en Terreiro do Paço, a la orilla del río, meditando en vano".

En: ¿Qué será de Lisboa?, El País, 1 de Marzo 2009.